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POR CHUS GALIANO

Si a alguien transforma el arte, en primer lugar, es a nosotros los artistas. Sin esa transformación interior y personal no habrá manera de exteriorizar y multiplicar una posible acción social.

Ya lo decía Pablo Picasso (Málaga, 1881): ¿Qué creen ustedes que es un artista? ¿Un imbécil que sólo tiene ojos para pintar si es pintor, que sólo tiene oídos si es músico, que sólo tiene una lira para expresar todos sus sentimientos si es poeta o que sólo tiene músculos si es campesino? Ni muchísimo menos. El artista es un ser político que vive pendiente y consciente de todos los acontecimientos — desoladores, de actualidad o placenteros — que ocurren en el mundo y reacciona ante ellos. ¿Cómo es posible no interesarse por otras personas, subir a una torre de marfil y aislarse de una vida que aporta tantas cosas buenas? No, la pintura no existe sólo para decorar las paredes de las casas. Es un arma que sirve para atacar al enemigo y para defenderse de él.

Nuestras creaciones llegado a este punto no tendrán límites, ya que la concepción de una idea nos llevará a otra, casi sin darnos cuenta. La experiencia junto con la formación contínua, harán que adquiramos el punto crítico necesario que poder aportar a una obra.

Banksy, (Yate, 1973) es actualidad en ese sentido, aunque no se trata de un asunto nuevo. En el siglo XIX, por ejemplo, Gustave Courbet (Ornans, 1819) se encargaba de mandar un mensaje a la sociedad con “El taller del pintor” y la simple poesía visual de pintar gente popular en un escenario mundano, aportando así una nueva temática y corriente: el realismo.

Es evidente que el arte tiene un gran poder transformador. El mensaje y su adaptación no tienen porqué ser globales, podemos llegar a muy pocas personas y colaborar en la evolución de su vida gracias a nuestro arte y pensamiento.

 

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